Diseño de héroe de la mujer caballero anónima

La identidad de la heroína conocida como la mujer caballero anónima es un misterio para todos. Dicen que de pequeña era una vulgar ladrona que robaba y rebuscaba en la basura para sobrevivir. Un día intentó robar a un Caballero noble y este vio algo en ella, una chispa. En lugar de rechazarla, la tomó bajo su protección y la entrenó como Guardiana. A lo largo de los años, le enseñó las habilidades y los valores de la tristemente desaparecida orden de los Caballeros. Esto hizo que se impregnara de una creencias fundamentales y comprendiera que estaba destinada a ayudar.

Al morir, el Caballero le legó su espada, Filo de valor. A lo largo de los años le había enseñado todo sobre aquella arma, el lugar que ocupaba en la historia de los Caballeros y la importancia que seguía teniendo. Le había confiado la espada y una misión: continuar con el legado de los Caballeros y ayudar a quienes habían quedado desamparados tras el Cataclismo. Tal vez algún día lograría cumplir la promesa de la espada: unir a los Caballeros bajo un estandarte común.

Una historia sobre el mundo de Heathmoor

Parte I.

Era un día sombrío, como todos los anteriores. A veces, el sol lograba abrirse paso entre las nubes. Y a veces la oscuridad persistía. Se había levantado al amanecer, como de costumbre. Era parte de su entrenamiento. Como solía decir el Caballero, «a quien madruga, Dios le ayuda». Conocía muchos refranes y ella se los había aprendido todos de memoria. Al mirar hacia atrás se daba cuenta de que había sido una lección, una de las primeras cosas que le había enseñado tras tomarla bajo su protección.

Ahora le parecía muy lejano. De pequeña había robado para sobrevivir. Un día se acercó sigilosamente al Caballero para quedarse con lo poco que él tenía. Pero el Caballero la descubrió. Le habría bastado con levantar la espada para acabar con su vida. Sin embargo, en uno de esos raros momentos en que los rayos de sol lograban abrirse paso entre las nubes grises, el Caballero había optado por una solución distinta. A menudo se preguntaba qué habría visto en ella. Ahora era su escudera. Era una aspirante a Guardiana. Una estudiante de caballería. A veces se sentía una impostora. Tenía la impresión de estar llevando una vida que no le correspondía, una vida destinada a alguien más digno que una vulgar ladrona.

Avanzaba sobre la tierra seca, sintiendo la fuerza del viento en la espalda. Sujetaba con firmeza la empuñadura de la espada, un gesto que le daba confianza. Trepó por unas rocas afiladas, cruzó un minúsculo sistema de cuevas y exploró un barranco seco, superando una vez más los límites de la zona que le habían pedido que explorara. Cada día iba un poco más allá. Cada día la búsqueda continuaba. La búsqueda de agua, comida y más supervivientes, cualquiera que necesitara ayuda. «Las personas son lo primero». Aquella era la lección más importante. Algunos días tenía suerte. Otros, no tanta. Hoy ya llevaba medio día caminando y no había visto a nadie. Además, solo había encontrado un puñado de bayas secas en un árbol marchito. No habría suficientes para todos, pero tendría que bastar.

Parte II.

En el camino de regreso escuchó los sonidos distantes de un combate. El corazón le dio un vuelco al advertir que procedían del campamento, el pequeño escondite ruinoso que el anciano y los tres supervivientes a su cargo habían aprendido a llamar hogar. Corrió lo más deprisa que pudo, sintiendo el peso de la armadura sobre los hombros. El corazón le latía con fuerza, pero dejó a un lado el miedo y se obligó a respirar.

Ya había desenvainado la espada cuando vio a los asaltantes: ¡eran bandidos! Los cinco blandían espadas y estaban luchando contra su mentor. Detrás de él estaban los tres refugiados, temblorosos y acobardados por el miedo.

Mientras se acercaba, bloqueó un golpe dirigido contra la espalda del Caballero y derribó al atacante.

«Creo recordar una lección que decía que debías proteger siempre tu espalda», le dijo al Caballero. Estaba bromeando.

«Sabía que vendrías», replicó el anciano guerrero. Era evidente que estaba sin aliento.

«Claro que lo sabías», respondió ella esquivando el ataque combinado de dos bandidos. Parecían rabiosos. Hambrientos. Voraces. Solo les movía la necesidad de sobrevivir a toda costa. Era consciente de que su mentor estaba herido. En sus tiempos de gloria había sido un gran luchador, pero ahora era anciano y, probablemente, los bandidos habían atacado por sorpresa.

Uno de ellos cargó, pero la mujer logró rechazar el ataque y, girando sobre sí misma, le clavó la hoja en la espalda. Levantó la cabeza justo a tiempo de ver cómo el Caballero mataba a otro bandido con su espada legendaria, Filo de valor. Le había contado muchas historias sobre aquella arma. Sobre su propósito y su significado. Y sobre todos los que la habían blandido antes de entregársela a otros Caballeros. Todos habían sido héroes. Paradigmas de la verdad. Parangones de virtud. De noche soñaba con aquellas historias. Con sus proezas y sus hazañas. En lo más profundo de su ser se preguntaba si algún día sería digna de su compañía.

Oyó gemir de dolor al Caballero a su espalda. Había recibido otro golpe y sangraba profusamente por la pierna. Para defenderlo, saltó sobre el atacante y utilizó todo su peso para derribarlo. Sin perder ni un instante, dio media vuelta y apuñaló a otro enemigo en el pecho antes de girarse de nuevo y hundir la espada en el bandido caído. El último bandido que quedaba con vida levantó el arma sobre su cabeza y, gritando furioso, se dispuso a atacar. La mujer logró levantar la espada en el último segundo y detener el golpe, pero la hoja de su arma se rompió.

La hoja del bandido pasó a escasos centímetros de ella y se clavó en el suelo. Vio que el hombre se disponía a atacar de nuevo, a asestar el golpe final que acabaría con su vida. Por un segundo pensó que todo estaba perdido. Que todo había terminado. Su mentor agonizaba. Ella también moriría, al igual que los refugiados. Había demostrado que no estaba equivocada. No era un Caballero. Era un fracaso.

«No», se dijo a sí misma, apartando aquel pensamiento de su cabeza. El anciano había visto algo en ella. Y si hacía algo, lo que fuera, le demostraría que tenía razón.

La escudera no desaprovechó la oportunidad. Levantó la empuñadura de su espada rota y clavó la punta en el cuello del bandido. Su rostro era un tapiz de confusión cuando cayó de espaldas, empapado en la sangre oscura que le manaba por la herida. Un centímetro de metal destrozado había puesto fin a su vida y a la batalla.

Parte III.

Quitándose el casco, la escudera corrió junto a su mentor. El hombre respiraba con dificultad y la sangre le corría por la comisura de los labios. Se arrodilló junto a él y le cogió la mano sin poder contener las lágrimas.

«Gracias», susurró él.

«¿Por qué?», preguntó.

«Por darle a este anciano un motivo para... volver a tener esperanza...».

Acercó el puño a su pecho mientras la luz de sus ojos se apagaba. Sus dedos todavía sujetaban la empuñadura de Filo de valor. Entonces abrió el puño y su mano se desplomó.

«Cógela», le ordenó. «Ahora es tuya».

Ella le acarició el rostro, llorando amargamente. No conseguía entender qué estaba pasando. «Quédate conmigo», le suplicó.

«Ya no me necesitas», respondió él, con un hilo de voz. Sus labios dibujaron una pequeña sonrisa. «Estás preparada».

Con un último suspiro, se marchó. La mujer le cerró los párpados con mano temblorosa. Se permitió un momento, un instante para respirar y llorar su muerte. Luego, con mano firme, rodeó con sus dedos la empuñadura de Filo de valor y se puso en pie. El viento agitaba su melena trenzada.

Se volvió hacia el refugiado más cercano, un chaval que no sería mucho mayor que ella cuando el anciano la había tomado bajo su protección. Extendió con delicadeza la mano abierta.

En la palma tenía el puñado de bayas que había recogido.

Las personas eran lo primero.

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