Diseño de Belicista de la Vencedora Vela

Vela es una sanguinaria Belicista de ascendencia española que subió rápidamente de rango en la Orden de Horkos debido a su crueldad, astucia y estilo grandilocuente. Su determinación le permitió convertirse en la líder de la manada, una loba entre lobos. Esto le valió la atención de Astrea. Cuando la líder de Horkos oyó decir que al otro lado del mundo existía un imperio de oro, no quiso desaprovechar la oportunidad de llenar sus cofres de guerra. No le importaba que nadie supiera con certeza si la leyenda era cierta. Astrea le pidió a Vela que se pusiera al frente de una flota y surcara los mares, y ella no dudó en aceptar. Era su oportunidad de demostrarle a Astrea su valía, ganarse su favor y, tal vez, convertirse en su mano derecha.

Vela y su compañía estuvieron fuera varios meses. Pero un día de tormenta regresaron ataviados con nuevas armaduras doradas y capas rojas, los colores de su triunfo. Los guerreros desembarcaron y pisaron las costas de Heathmoor convertidos en algo más: en vencedores. Vela había tenido éxito en su misión. Había encontrado el imperio de oro, lo había diezmado y se había llevado consigo sus tesoros. Los vencedores contaban historias grandilocuentes sobre sus hazañas, en las que ellos eran los grandes héroes conquistadores. Sin embargo, la verdadera historia de lo que había ocurrido en el Nuevo Mundo era mucho más oscura...

Codicia y ambición

Parte I.

El viento le golpeaba con fuerza, pero ella se mantenía firme porque, a su modo, también era una fuerza de la naturaleza. El barco subía y bajaba con las olas. Cada una era más grande que la anterior, pero sus pies estaban acostumbrados a las inclemencias del mar. Un maleante de pelo largo se abalanzó sobre ella, blandiendo una espada oxidada en una mano y un cuchillo en la otra. Compensaba su falta de sutileza con fuerza e intensidad. Se notaba que estaba acostumbrado a infundir miedo en los corazones de los hombres comunes y corrientes. Pero ella no era un hombre. Y tampoco era común y corriente. Era una Belicista. Era Vela. Y ahora todo el mundo la conocía como algo más. Como una vencedora.

Pero entonces, ¿por qué se sentía así?

Sentía en el corazón algo que prácticamente la paralizaba. Por suerte, logró desembarazarse de aquella sensación justo a tiempo y evitar el ataque. Ni siquiera se giró para ver cómo su espada atravesaba el pecho del merodeador. Sin perder ni un instante, le cortó la cabeza de un fuerte golpe y pasó al siguiente enemigo.

La batalla se libraba en la cubierta del Domitor, el barco que consideraba su hogar desde que partió de Heathmoor hacía ya seis meses. Sus compañeros vencedores, los hombres y mujeres que formaban parte de la tripulación, se estaban enfrentando a docenas de maleantes. Habían llegado en un barco más pequeño que se encontraba apenas a un brazo de distancia. Los maleantes no parecían estar organizados, pero seguían un sistema. Estaban acostumbrados a este tipo de ataques y habían aprovechado la tormenta para acercarse. Pero el cañón del "Domitor" ya estaba causando daños de los que el barco enemigo nunca podría recuperarse. La madera se astilló y empezó a arder. El rojo de las llamas centelleaba entre las nubes de color carbón. La lluvia no podría apagarlas. Todos los atacantes estarían muertos pronto y podrían proseguir con su viaje de regreso a Heathmoor.

La Vencedora Vela no veía la hora de regresar a casa triunfante, pero ahora tenía que centrarse en el presente. Escuchó a su izquierda un grito terrible. Era uno de los suyos. Al girarse vio que un maleante gigantesco sostenía sobre la cabeza un cuerpo con dos puñales clavados. Un instante después lo arrojó por la borda. Vela solo lo sintió por la armadura perdida. El oro con el que había sido forjada era muy valioso. Irremplazable. Menudo desperdicio.

Con un rugido despiadado que silenció los truenos, el maleante derribó de una patada la puerta que conducía a las entrañas del barco. Y al tesoro que descansaba bajo sus pies.

Era obvio que se había corrido la voz. Aquel ataque no había sido fortuito. Los maleantes sabían qué habían hecho los vencedores. Sabían qué habían destruido. Y qué se habían llevado.

Vela gritó, intentando ignorar una vez más aquella extraña sensación de miedo. Había sufrido demasiadas penurias para perderlo todo ahora. Después de todas las muertes y atrocidades que pesaban sobre ella, no podía arriesgarse a perder lo que más le importaba. Era la joya de la corona de su victoria. La llave de oro. Con ella, nadie podría negar su determinación, su compromiso y su grandeza. Con ella sería aclamada la mejor guerrera de la Orden de Horkos. Una salvadora, una benefactora y una conquistadora. Con ella podría trabajar hombro con hombro con Astrea.

Pero para que eso ocurriera, el trofeo debía seguir con vida.

Echó a correr hacia el bruto, sintiendo el peso de la armadura dorada sobre los hombros. Le atravesó el hombro con la espada, pero el maleante era tan fuerte que ni siquiera titubeó. Tiró hacia atrás y hacia abajo, haciendo fuerza con todo su peso. El enemigo le asestó un fuerte puñetazo que ella consiguió evitar en el último segundo. Esto le concedió la oportunidad que buscaba: le rompió la rodilla de una patada. Le arrancó la espada del hombro con un movimiento veloz, la clavó en la cubierta de madera y le aplastó la cara contra la hoja hasta que no quedó más que un amasijo irreconocible y ensangrentado.

Mientras limpiaba la sangre de la espada con su capa, la Vencedora Vela se acercó a la borda del Domitor a tiempo de ver cómo la nave enemiga se hundía en el agua. Una vez más, el barco había hecho honor a su nombre. Y ella había hecho honor al suyo.

Pronto, todo Heathmoor lo sabría.

Parte II.

*La frondosa selva parecía cerrarse a su alrededor. No había forma de distinguir entre izquierda y derecha, norte y sur. Estaba perdida y confundida. Era una rata atrapada en un laberinto esmeralda. Agarró la empuñadura de la espada, recordándose a sí misma que debía mantener la calma, pero el sudor frío que se le deslizaba por la piel la delataba. La luz del sol atravesaba el grueso dosel arbóreo de ramas entrelazadas y la tenue niebla que flotaba en el aire. El aire era insoportablemente caliente, y le costaba respirar a través del casco. Oyó un grito espeluznante detrás de ella, en la distancia. Después, todo volvió a quedar en silencio. Solo se oía el zumbido de unos insectos invisibles. Dio un respingo cuando un animal ululó en las proximidades. Entonces se oyó un nuevo grito. Parecía venir de la misma dirección. Pero estaba más cerca. Sus guerreros estaban cayendo. Tarde o temprano, ella los seguiría. Le temblaba todo el cuerpo. Una sombra se movió tras los árboles. Solo podía intentar seguirla, pero siempre llegaba demasiado tarde. Le estaban dando caza. Y en lo único que pensaba era que, tal vez, después de lo que había hecho, era exactamente lo que merecía.

*"No", pensó, ordenándole a su cuerpo que se quedara quieto. Contuvo la respiración. Cerró los ojos. No caería como los demás. Lucharía.

"¡NO!", gritó entonces a pleno pulmón. Profiriendo un grito gutural, se giró manteniendo la espada en alto mientras la sombra caía desde arriba.

La Vencedora Vela se despertó de un salto, gritando. Su cabello, suelto y desordenado, le impedía ver. Por un instante se sintió completamente perdida, sin saber dónde estaba. Pero entonces oyó el suave chapoteo de las olas y el crujido de la madera del barco. La selva estaba lejos, a un continente de distancia. El combate había terminado. Habían ganado. Entonces, ¿por qué se sentía así? ¿A qué se debía aquella inquietud? ¿Aquel miedo que tuvo que reprimir cuando los piratas atacaron? Una incertidumbre. Una...debilidad. No, no había lugar para la debilidad. Ni en su interior ni en la Orden de Horkos. Mientras contemplaba el cielo negro que se reunía con el mar en calma y disfrutaba del relajante aroma salado del mar, se dio cuenta de la razón. La fuente de su inquietud se encontraba cinco cubiertas más abajo, encerrada en la oscuridad.

Vela se cubrió con una capa, encendió un candil y salió de sus aposentos. La luna llena brillaba en el cielo, iluminando un horizonte oscuro y vacío. Antes de desaparecer bajo la cubierta, observó brevemente las estrellas para conocer la posición del barco. Pronto estarían en casa.

La puerta rota ya estaba arreglada. Tras abrirla, se despidió de la luz de la luna para adentrarse en la oscuridad de las entrañas del Domitor. La vela que sostenía en la mano iluminaba las oscuras escaleras. Al llegar abajo, el resplandor de la llama reveló los barrotes de hierro de la jaula que descansaba al fondo de la bodega, pero su interior permaneció envuelto en sombras. Vela se sentó en un pequeño taburete de madera y clavó la mirada en el abismo de la jaula. Sabía que estaba despierto. Podía sentirlo. Y aunque no podía verlo, sabía que la estaba mirando fijamente.

Tras permanecer sentada un rato en silencio, se dirigió a su prisionero.

"¿Tienes hambre?".

Silencio.

"¿Mi gente te da bien de comer?".

De nuevo, silencio.

"Sé que me entiendes".

La llama de la vela danzaba suavemente. Era lo único que se movía en aquel instante de absoluta quietud.

"No sé dónde aprendiste a luchar, ni quién te enseñó, pero quiero que sepa algo. Eres el guerrero más feroz y perspicaz al que me he enfrentado. Puede que esto no signifique nada para ti, pero si supieras algo de mí y de dónde vengo, entenderías que para mí sí. Me has hecho sentir algo. Algo que no había sentido en mucho tiempo. Algo que creía... imposible. Miedo. Pero me siento agradecida por ello. Y por ti. Porque me he dado cuenta de una cosa. Existe una vulnerabilidad en nuestro interior. Dentro de todos nosotros. Es algo... fundamental". Se inclinó hacia delante y observó con atención. "Pero no es una debilidad. Es una fuerza. Es lo que me permitió sobrevivir. Lo que me permitió ganar".

Vela sabía que su prisionero no iba a decir nada, así que se incorporó.

"Lamento lo que te va a pasar. De veras".

Apagó el candil y avanzó hacia las escaleras.

Al oír aquella risa se detuvo en seco. Primero fue casi inaudible. Pero pronto empezó a resonar con fuerza. Y con más fuerza. Cerró de un portazo la puerta a sus espaldas.

Parte III.

La brillante luz del sol naciente delineó el castillo cuando por fin apareció a la vista. Al verlo, Vela sintió que por fin lo había conseguido. Mientras se giraba para contemplar el Domitor y el resto de los barcos que lo seguían a poca distancia, pensó en todos los tesoros que descansaban en las bodegas de aquella flota iluminada por la luz melocotón de aquel día glorioso. Era más oro del que cualquier hombre o mujer podía desear. Más oro del que nadie podía contar. El sustento de una civilización caída. Los restos del imperio robado. Y era suyo. Vela no pudo evitar sonreír bajo el casco. Su misión se había convertido, oficial e irrevocablemente, en un éxito. Estaba en casa y tenía una historia que contar. Sus logros serían legendarios. Nada volvería a ser igual. Había partido como Belicista y había regresado como vencedora. La Orden de Horkos comería de su mano.

En cuanto pusiera el pie en el suelo de Heathmoor, su vida cambiaría... Y estaba impaciente por empezar. Pero a medida que se acercaba la orilla, se dio cuenta de que las celebraciones tendrían que esperar. Lo que desde lejos le había parecido una celebración de bienvenida resultó ser algo totalmente distinto: una batalla entre las fuerzas de Horkos y un contingente de guerreros de la Alianza de Quimera. Sonrió de oreja a oreja. Esto era aún mejor.

En cuanto el Domitor se detuvo, Vela desembarcó. Sus pies chapotearon en el agua poco profunda y, espada en mano, se unió a la batalla. El miedo y las dudas seguían ahí. Pero esta vez no los reprimió. Los aceptó. Los utilizó. Nadie se interpondría en su camino. Ni los piratas, ni el prisionero, ni mucho menos, ningún miembro de la Alianza.

Vela se acercó por la espalda a un Guardián y lo apuñaló. Agarrándolo por el cuello, lo empujó hacia un lado y se apresuró a atacar a un Tiandi. Su espada chorreaba sangre. Se fue abriendo paso entre los enemigos en el campo de batalla, consciente de que estaba llamando la atención de cualquiera que siguiera en pie. ¿Y cómo no iba a hacerlo? Nunca habían visto a la vencedora en acción, al menos en este lado del mundo. Su armadura dorada brillaba bajo la luz del sol. El viento del este hacía que su capa ondeara como una bandera de conquista. Era un espectáculo resplandeciente de muerte. De victoria.

Otros vencedores se unieron enseguida a Vela en el combate y todos los guerreros de Quimera fueron cayendo. Esta vez no tomarían prisioneros. Aquel era un día victorioso y su triunfo se sellaría con la sangre de sus enemigos.

Cuando terminó la batalla, los guerreros de Horkos no pudieron más que vitorear. Aclamaron a los vencedores y su llegada triunfal. Pero, sobre todo, aplaudieron a Vela. Y ella respondió saludando a sus compañeros. Esta inusual muestra de reconocimiento no hizo más que aumentar su popularidad. Aquel era el recibimiento que siempre había soñado. No había tiempo para dudas ni remordimientos. Pronto, todos entonarían su nombre.

Al ver la admiración en sus ojos, Vela extendió los brazos y se dirigió a los presentes.

"¡Guerreros! ¡Amigos! Os admiro. No puedo más que alabar vuestra eterna valentía y vuestra inagotable dedicación. Sois una inspiración. Sois el aire en mis pulmones y el viento en mis velas. Vuestro servicio no ha pasado inadvertido, y ha llegado el momento de que recibáis vuestra recompensa. Mirad". Se volvió hacia su barco. A su orden, los tripulantes del Domitor empezaron a arrojar cofres y barriles llenos de oro que se derramaron por el agua y se amontonaron rápidamente sobre la superficie. La multitud enmudeció.

"Pero esto no es todo", continuó Vela. "Aún no os he enseñado el mayor tesoro. En las entrañas de mi barco hay un prisionero. El último de su pueblo. Es el trofeo de nuestra empresa imposible. La prueba de que el poder de Horkos no conoce fronteras. Es un regalo para Astrea. Un cuello para su espada. Una ejecución con la que culminará nuestra supremacía". Los aplausos regresaron. "Que este día sea recordado. Que este día sea celebrado. ¡Nada nos detendrá!".

Los gritos y los vítores eran ensordecedores. El cielo se estaba nublando. Se aproximaba una tormenta. Pero la lluvia no detendría la celebración. Nada podría detenerla.

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