Diseño de la comandante Ravier, priora oscura

Cuando el Monte Ignis entró en erupción, la lava y el fuego arrasaron con todo lo que encontraron a su paso. Aquel día, Ravier sufrió una herida que escondió rápidamente tras una máscara. Algunos dicen que quedó brutalmente desfigurada. Otros aseguran que solo tiene una pequeña cicatriz y que lo único que resultó herido aquel día fue su orgullo. Sin embargo, la verdad es mucho más siniestra. Ravier se cubrió el rostro con una máscara no para ocultarse, sino para revelar quién era realmente: la muerte andante. Inmutable, impredecible e imparable. Gracias a su carácter despiadado y a sus crueles excentricidades, Ravier llamó la atención de Vortiger, que la ascendió. Como segunda al mando, la comandante Ravier llevó a los Priores oscuros a muchas victorias y dejó tal rastro de víctimas descarnadas e historias de terror a su paso que empezó a ser conocida como la señora Miseria.

Cuando Vortiger oyó hablar de un poderoso artefacto escondido en Arabia, envió a la comandante Ravier a aquel lejano reino que antaño había estado fuera de su alcance, pero al que ahora podían acceder gracias a la apertura de nuevas rutas de viaje. Haciéndose pasar por emisaria, Ravier se reunió con la sultana y pudo conocer sin esfuerzo alguno sus sueños y aspiraciones. Ravier se ganó su favor mediante engaños y consiguió acceder a la Esfera Celestial, una reliquia capaz de predecir el futuro. Tras presenciar el destino que le esperaba a Heathmoor, Ravier destruyó la reliquia y mató a la sultana. Porque solo ella podía guardar los secretos del futuro. Solo ella podía saber lo que iba a ocurrir a continuación. Y su nombre era miseria.

El poder de Miseria

Parte I.

Las estrellas brillaban tenuemente en el crepúsculo. Los últimos rayos de sol se disipaban a cada segundo que pasaba y la tonalidad melocotón que había adoptado el cielo cada vez era más oscura y rojiza. Sin embargo, la luna no se veía por ninguna parte. Tal vez era consciente del derramamiento de sangre que se estaba produciendo y no deseaba verlo.

La batalla se libraba en un campo de tierra negra, salpicado de rocas afiladas y árboles muertos cuya última esperanza había florecido hacía ya demasiado tiempo. Una niebla baja y caliente se demoraba en el aire como un remolino incesante gobernado por el fuerte viento. Parecía moverse en contra de los caballeros vestidos de negro que cargaban casi a ciegas contra sus enemigos de la Alianza de Quimera. Las espadas repiqueteaban contra los duros escudos a medida que cerraban filas, formando una estrecha unión con la esperanza de rechazar el ataque. Les superaban en número, pero no se retirarían. Eran Priores oscuros y el orgullo los espoleaba. No suplicarían. No se rendirían. Lucharían hasta el final.

La noche se cernía sobre los Priores oscuros cuando se vieron empujados a una pared de roca, demasiado elevada para poder escalarla o trepar por ella. Se acabó. Aquel iba a ser su final. Sin embargo, cuando los soldados de Quimera se disponían a lanzar el ataque final, ocurrió algo. Todos se giraron sobre los talones al oír un fuerte chillido que atravesó la noche. Una jinete cabalgaba hacia ellos a lomos de un caballo sujetando una antorcha en la mano. La niebla silenciaba la llama, pero su resplandor se reflejaba en la máscara brillante que le cubría el rostro, resaltando la corona de espinas que llevaba en la cabeza y aquella cuencas oculares que eran abismos de oscuridad.

Algunos de los soldados de Quimera parecían nerviosos. Otros estaban tan asustados que rompieron la formación y empezaron a tropezar unos con otros. A la jinete le precedía su fama. Todos parecían saber quién cabalgaba hacia ellos. Era la comandante Ravier. La mano derecha de Vortiger. Sin embargo, en el campo de batalla la conocían por otro nombre. La señora Miseria.

En cuanto estuvo a cierta distancia, Ravier lanzó a sus enemigos una bolsa de gran tamaño que empezó a girar en el aire, derramando el líquido que contenía y salpicando a varios guerreros de Quimera. Uno de ellos tuvo la mala suerte de recogerla. Cuando la tuvo en la mano fue consciente de lo que contenía. ¡Era aceite! Pero ya era demasiado tarde. Ravier había lanzado la antorcha. De repente, una luz iluminó la noche naciente y los gritos sofocaron el mundo. Los soldados ardían en llamas y corrían impotentes, chocando entre sí y propagando aún más el fuego. La comandante desenfundó su espada y, sujetando el escudo con la otra mano, desmontó de un salto del caballo. Los Priores oscuros acorralados se unieron de nuevo a la lucha, sorprendiendo a los guerreros de Quimera que tenían más cerca.

La batalla no duró demasiado.

Ravier mató a todo aquel que se le cruzó por delante, tanto a quienes se oponían a ella como a quienes corrían y gritaban con el cuerpo envuelto en llamas. Sus hermanos se encargaron del resto. Instantes después, la señora Miseria y los Priores oscuros estaban rodeados de decenas de cadáveres. Pequeñas hogueras ardían a su alrededor, iluminando las negras armaduras como si ocuparan las mismísimas profundidades del inframundo. Habían estado demasiado cerca de la derrota pero, por suerte, la comandante había llegado justo a tiempo. Durante los últimos años había empezado a frustrarse. Habían sido muchísimas batallas. Pero muy pocas victorias. Ojalá pudiera cambiar el curso de la guerra con la misma facilidad con la que había cambiado el rumbo de aquel combate.

"Vortiger nos ha convocado", fue lo único que les dijo. Era inusual que el líder de los Priores oscuros ordenara llamar a sus hombres. De hecho, últimamente apenas se dejaba ver. Por lo tanto, seguramente iba a decirles algo sumamente importante. Ravier fue la única que entró en la tienda. Los demás esperaron fuera junto a los caballos, contemplando el elevado acantilado que se extendía hacia la noche.

Ravier no estuvo dentro mucho rato. Cuando salió, su rostro metálico seguía siendo tan indescifrable como siempre. Se montó en el caballo y dijo a sus hombres lo único que necesitaban saber.

"Cabalgaremos hacia el este".

"¿Adónde vamos?", preguntó un Prior oscuro.

"A una tierra llamada Arabia", respondió Ravier. Detrás de su máscara fría e inexpresiva se dibujaba una sonrisa.

Parte II.

Acceder a la biblioteca no había sido fácil. Tras un largo viaje por el desierto, la comandante Ravier y algunos Priores oscuros de su mayor confianza habían llegado a las impresionantes puertas del reino de Arabia. Ravier no sabía qué se iba a encontrar en Oriente, pero aquel pueblo próspero y aparentemente libre de las garras de la guerra, había resultado ser toda una sorpresa. La sultana ocupaba su trono como cualquier otro líder orgulloso. Sin embargo, había algo diferente en ella. Su sonrisa era genuina. Irradiaba calidez. Parecía… buena. Esto irritaba muchísimo a Ravier, aun sabiendo que esa bondad iba a permitirle manipularla. Aquí no había lugar para la señora Miseria, solo para Ravier. Durante el banquete, se puso manos a la obra. Con grandes promesas de amistad, riquezas y alianzas poderosas, Ravier logró convencer a la sultana para que le permitiera acceder al artefacto más preciado de Arabia. Los consortes más próximos a la sultana intentaron intervenir e hicieron todo lo posible para convencerla de lo contrario. Pero Ravier había hundido sus garras en la Sultana y se alimentaba de su orgullo.

Aunque era ya muy tarde, Ravier insistió en no demorar la visita. No deseaba permanecer en aquel reino detestable ni un minuto más de lo necesario. Aquel lugar apestaba a paz y desprendía una enfermiza sensación de alegría. Con una antorcha en la mano, subió por la escalera de caracol seguida de cerca por sus soldados. Les habían permitido moverse libremente por la biblioteca, pero Ravier era consciente de que los vigilaban de cerca. La sultana confiaba en ella, pero no esos ojos que les observaban desde los rincones más oscuros de la biblioteca. "Bien", pensó Ravier. Tal vez en aquel lugar sí sabían pelear.

Cuando por fin llegó a la biblioteca, Ravier no pudo evitar sentirse impresionada. La estructura tenía un diseño circular, con paredes blancas como el mármol que se extendían a lo largo y a lo ancho, inconmensurablemente altas. Los muros estaban cubiertos de grandes estanterías llenas de volúmenes encuadernados en cuero de todos los colores, colecciones de pergaminos enrollados y columnas de manuscritos sueltos. La sala principal también contenía decenas de estanterías dispuestas en círculos concéntricos en las que no se desperdiciaba ni un solo centímetro. En lo alto, el techo estaba cubierto de lo que parecía ser un detallado mapa de las constelaciones. En su centro, una pequeña abertura redonda dejaba pasar la luz de la luna y las estrellas creando un rayo que descendía en vertical hasta el centro mismo de la biblioteca... y de la Esfera Celestial. La razón por la que había recorrido un camino tan largo. El premio de Vortiger.

El astrolabio esférico se sostenía sobre un pequeño pedestal y estaba rodeado de finos anillos de oro que parecían engranajes. A medida que se aproximaba, Ravier empezó a oír extraños susurros superpuestos. Parecían proceder de muy lejos, casi como si estuvieran retenidos en el límite entre lo conocido y lo desconocido. Cuanto más se acercaba a la reliquia, más fuertes se oían aquellas voces indescifrables. Eran casi como una canción, la llamada del destino. Un himno a la divinidad. Extendió una mano a través de los anillos de oro y tocó la esfera de cristal. No podía explicar cómo ni por qué, pero sintió como si una fuerza le tirara de los dedos e, instintivamente, supo lo que tenía que hacer. Con unos giros específicos, la esfera se desbloqueó y, en su interior, una luz resplandeciente brilló como el corazón del sol.

Una oleada de imágenes se desplegó al instante ante los ojos de Ravier, una secuencia de acontecimientos que conocía. Detalles de lo que había sucedido –el pasado–, que fluían hacia visiones del presente. Luego llegó una avalancha de lo que aún no había sido. El futuro de Heathmoor. Distante, pero al alcance de la mano. Dolor. Mucho dolor. Y miseria. Más de la que habría podido esperar. Todo estaba allí. Un mapa de la supremacía. Y era suyo.

El sudor se le deslizaba por detrás de la máscara cuando la intensidad de la luz se desvaneció. Con la cabeza agachada, Ravier contuvo el aliento al comprender el repentino torrente de conocimientos que le había proporcionado la esfera. Si pretendía sacarle provecho, nadie más podía saber lo que había hecho. El riesgo era demasiado grande. Durante un momento, todo quedó en silencio. Al instante siguiente ya tenía la espada en su mano. Atravesó la reliquia, que se hizo pedazos junto a sus anillos dorados. Ravier escuchó los gritos que salían de las sombras y el sonido de unos pasos apresurados a su espalda.

Los Priores oscuros cerraron filas a su alrededor mientras se preparaban para la batalla.

"Quemadlo", ordenó. "Quemadlo todo".

Parte III.

Ravier tenía las ideas muy claras. Sabía adónde se dirigía y qué tenía que hacer. Los acontecimientos estaban en marcha y ella era la piedra angular. La destrucción de la biblioteca no estaba prevista, pero era la única conclusión lógica. No podía arriesgarse a que alguien descubriera lo que sabía. Era un conocimiento demasiado valioso y peligroso para compartirlo con nadie. El destino era cambiante, e incluso la caída del pétalo más liviano de una flor podía cambiar su curso. A Ravier no importaban las flores. Pero se aseguraría de que aquella flor creciera, siempre que estuviera enraizada en un campo empapado en la sangre de los indignos.

Regresó a toda prisa a Heathmoor con su compañía, haciendo solo las paradas mínimas. Habían tenido suerte: durante su huida del reino del desierto solo habían perdido a dos Priores oscuros. Durante los días siguientes observaron una columna de humo en el cielo, a sus espaldas. Era un testimonio de su poder, la prueba que anunciaba el alcance de Horkos más allá de los límites de Heathmoor. A medida que avanzaban, el humo se fue volviendo más pálido y tenue, hasta que finalmente desapareció.

El desierto empezó por fin a dar paso a campos verdes, bosques frondosos y ríos caudalosos. Las llanuras se volvieron rocosas y empezaron a extenderse hacia el horizonte dibujando montañas en el cielo. Era un paisaje que les resultaba muy familiar. Estaban en casa. Aunque Ravier nunca lo admitiría en voz alta, se atrevería a describir como "felicidad" la emoción que sentía por haber vuelto. El desierto era un vacío, una pizarra en blanco carente de vida y de conflicto. Aquí, en la exuberante diversidad de Heathmoor, ya podía sentir la fría promesa de la muerte. Se sentía a gusto.

Cuando llegaron al borde de un barranco, Ravier se detuvo. Contempló su entorno antes de dirigir la mirada hacia el cielo. El sol brillaba con fuerza, era mediodía. Debería sentir con intensidad la calidez de sus rayos, pero ninguno le tocaba la piel. Prefería la oscuridad de su armadura. Siempre. Con suma discreción, rodeó la empuñadura de la espada con la mano y, con un leve movimiento de cabeza, indicó a los Priores oscuros que se prepararan. Golpeando ligeramente el talón contra el costado de su caballo, avanzaron juntos a trote ligero.

Ravier ya sostenía la espada en alto cuando el primer Medjay se abalanzó sobre ellos. Lo alcanzó en el aire y le atravesó el pecho. Murió antes de tocar el suelo. Después llegaron los demás, saltando desde ambos lados del barranco. Era una emboscada de unos guerreros que llevaban las marcas de Quimera. Una misión de sangre para vengar a aquellos que habían ardido en manos de la señora Miseria. Sin embargo, aquel ataque no la había pillado por sorpresa. Al contrario. Sabía que se iba a producir y había utilizado la información a su favor. Para ella, aquello era la prueba que le aseguraba que lo que la Esfera Celestial le había mostrado era real y que dejaba claro, sin lugar a dudas, que podía inclinar el destino a su favor.

La batalla no duró demasiado. Al conocer el ataque de antemano, los guerreros de Quimera se habían quedado sin el factor sorpresa y los Priores oscuros les habían atacado con rapidez y fiereza. La sangre empezó a derramarse por el pálido suelo del barranco, salpicado de miembros seccionados. Ravier observaba complacida cómo se imponían sus soldados. Tras la derrota que habían estado a punto de sufrir los Priores oscuros aquella noche sin luna, antes de que ella hubiera acudido al rescate, le fascinaba ver el poder de la Esfera Celestial en acción. El poder de la victoria. Vortiger se sentiría complacido. Por supuesto. Ella le contaría lo que había visto. Le explicaría qué tenían que hacer ahora. La reliquia… todo había empezado con la reliquia. Pero aquella era una historia para el día siguiente.

En el campo de batalla, Ravier se aseguró de encontrar al comandante de sus enemigos, un Guardián que no resultó ser un gran desafío. Lo derrotó con rapidez, pero insistió en dejarlo con vida. Ordenó que le quitaran la armadura y lo ataran contra una roca plana y angulosa que ardía bajo el sol abrasador. El hombre gritó mientras la piel desnuda le siseaba y hervía, suplicando que lo soltaran.

Lo dejó allí, sin saber si viviría o moriría. Al fin y al cabo, la esfera no le había mostrado todo. Solo un camino. ¿Y el misterio? Bueno, eso era parte de la diversión.

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